Y la fiesta se hizo carne: ‘Clímax’, de Gaspar Noé

José Luis Vila José Luis Vila
12 Min Lectura
La última película del director argentino se celebró en Sitges entre bailes: los de antes, durante y después del film. Noé ha vuelto a las andadas con un trabajo orgiástico y provocador a través de un musical ambientado en los 90 que se retuerce psicodélicamente hasta transformarse en una sesión de terror desenfrenado

Una de las virtudes de Sitges es su ambiente alocado. Uno sabe que está en el festival cuando ve en pantalla a su característico King Kong atrapando aviones mientras en las butacas se desata el griterío, los aplausos y los silbidos que anticipan la fiesta. Una fiesta que en Sitges sucede ya en los créditos y se prolonga cuando aparecen hasta los nombres de las productoras, pero que en este caso se alargaría durante toda una velada protagonizada por el clímax de Gaspar Noé.

Estoy sentado en la butaca y de pronto se anuncia la entrada de Pam Grier, que recibe el Premio Màquina del Temps por su prolífica carrera. Suele suceder en Sitges que, a poco que vas a cualquier película, alguien famoso aparece. La primera vez que lo presencié fue en 2015. Incauto de mí, no había reparado en si había o no celebridades merodeando por la zona, de ahí mi sorpresa al ver entrar por la puerta a Gaspar Noé. Simplemente esperaba ver Love, su última película. Sí, aquella con una eyaculación en 3D directamente a cámara. El film no me rompió la cabeza, pero atendí con gusto a las batallitas que contó el argentino sobre su carrera y cómo llegó a rodar Irreversible (2002). En esta sesión de 2018 esperaba volver a ver algo así, pero de pronto Pam Grier, una grata presencia que supuse anticiparía el speech de Noé.

Otra de las virtudes de Sitges es la sorpresa. Esperas una película y aparece su director, esperas un director y aparece Pam Grier, esperas a Gaspar Noé y aparece una atronadora música electrónica y una docena de cuerpos danzantes como locomotoras reventando el pasillo central de la sala. Fiesta como nunca había visto en un cine, el público girando sus cabezas para intentar entender qué pasaba, la expectación del ambiente rompiendo con el amable feeling anterior.

Movimientos de baile muy elaborados, profesionales, que cortan el aire justo cuando se ve a Gaspar Noé entregándose a la performance, bailando como si estuviera a las cuatro de la mañana en medio de una discoteca parisina. Bailan los actores, baila Noé, baila el público. Todo el mundo aplaude mientras el ritmo continúa y se comienzan a improvisar coreografías encima del escenario. Clímax ya está teniendo lugar antes de que inicie el visionado, el entusiasmo inunda a los presentes, ya no espero ningún speech. No obstante, Noé se detiene a decir algunas palabras aunque muy breves e irrelevantes; con sorna comenta: «por fin he hecho una película para todos los públicos», pero poco más. No importa, la puesta en escena musical fue más que suficiente.

 

El desengaño amoroso, el trauma o la violencia vuelven a estar también presentes, así como los brochazos existenciales

 

De pronto una mujer le sacude un rodillazo a otra en toda la barriga. La agredida se encoge sobre sí misma, cae al suelo y se echa a llorar. «Estoy embarazada», dice retorciéndose de dolor. La agresora responde con otra inmisericorde patada. Clímax está mediada y el ambiente se enrarece. Al principio del film se veía a varias personas a través de un televisor explicando lo que significa el baile para ellas. El prolegómeno conduce directamente a la fiesta, al corazón mimético de la entrada triunfal en el Auditori Meliá que vivimos unos minutos antes.

La película despliega su exuberancia a través de planos secuencia prodigiosos que colman estos minutos. La cámara se mueve tanto o más que los actores, las acrobacias incesantes combinan lo virtuoso con lo voluptuoso. Todo ello a través de una narración fluida que congrega a los personajes y los recorre, que los reúne en una toma cuasi-infinita que plasma la euforia colectiva. Pero cuidado: esa euforia está siendo soterradamente animada por la LSD con que está regada la sangría y que más tarde se volverá en su contra.

El ambiente inicial es realista y vibrante, pero cambia cuando empiezan los cortes en el metraje y se pasa a planos medios por parejas. Ahora los personajes están separados por secciones en las que dialogan. Ya no bailan, ya no son una comunidad unida por el dinamismo del plano secuencia. Ahora solo se habla. De follar, de quién es amigo de quién, de quién se quiere follar a quién, de quién está celoso de quién, de quién tiene problemas con quién y porqué. Es el momento más desenfadado y cómico, también el más mezquino. Las inquinas y las fidelidades, los problemas personales y las emociones brotan.

 

Clímax (2018), Gaspar Noé

 

Pasa algo. La gente empieza a notarse extraña. Risas histéricas, sospechas paranoicas y miradas cada vez más esquivas crecen entre ellos. La LSD empieza a pegar duro sin avisar. No sabemos quién la ha puesto ahí ni porqué. Surge la violencia, las risas alocadas, los actos malévolos, los rodillazos en los vientres, las filias sexuales encubiertas. Vuelven los planos secuencia, pero esta vez diabólicos. No muestran ya la unidad fluida del grupo, sino su locura colectiva, los momentos de desequilibrio afectivo extremo, las venganzas desatadas, los errores absurdos y sus espantosas consecuencias. Las imágenes son a veces interrumpidas por títulos de crédito que ocupan toda la pantalla y golpean con consignas como: «vivir es una imposibilidad colectiva» o «morir es una experiencia extraordinaria».

Tanto en estos mensajes como en otros rasgos del largometraje, Clímax recoge buena parte de los leitmotivs de Noé a lo largo de su filmografía. En su primer trabajo, Carne (1991), ya pintó las letras de los créditos con los colores de la bandera francesa, también introdujo letreros alucinógenos en Enter The Void (2009) o utilizó la perspectiva cenital tanto en este film como en Irreversible. En esta misma obra hizo gala de visiones turbias por alargados pasillos (p.ej. la violación a Mónica Belluci) y en Enter The Void de los pequeños y rápidos fundidos a negro para simular el parpadeo humano e intensificar la perspectiva subjetiva. El desengaño amoroso, el trauma o la violencia vuelven a estar también presentes, así como los brochazos existenciales.

Clímax repite gestos, pero es una mejoría comparada con Love y se ve más fresca que la mayoría de propuestas que podemos ver en salas comerciales hoy. Este sigue siendo el mérito de Noé: amar el desparpajo, poner encima de la mesa momentos que otros no ofrecen por anodinia, rutina o falta de valentía. Y aunque con frecuencia se pase de enfant terrible y haya mucha superficialidad en su trabajo, siguen mereciendo la pena sus películas para no caer en el letargo y recordar que el cine puede ser una puñalada loca donde las imágenes duelen. La fiesta se hizo carne: la carne con la que Noé cierra un círculo que incluye su primera película, pero también la carne en la que se dejan sentir las puñaladas de las escenas más aventureras de su filmografía.

El público sale contento y Noé está en la puerta tan tranquilo, como hace tres años después de Love. La gente se acerca, se hace fotos con él, comparten sus impresiones: él les escucha. Luego votan (votamos). Mucho 4 y 5 sobre 5, ya parecía la ganadora entonces y aún quedaba una semana de Sitges por delante.

 

Clímax (2018), Gaspar Noé

 

Uno sabe en qué festival se encuentra cuando ve al reparto de Clímax en Sweet Pachá caldeando el ambiente y mostrando en las distancias cortas las destrezas de su locomotriz entrada antes del pase. Sensación rara esa de girarse en un local y encontrarse con los actores que acabas de ver en la pantalla grande. Hay sangría, aunque no tan potente como la del film, hay J.A. Bayona y (Sir) Ernesto Alterio. Hay Noé, su pareja y más bailarines: sus movimientos fueron la salsa de la noche en la animada fiesta posterior al film.

Me extraña de Noé que haya dado una visión tan negativa de la LSD en esta película, e incluso del sexo en Love, cuando en entrevistas ha declarado que sus mejores experiencias en la vida han sido mientras tenía sexo, había consumido drogas, o ambas a la vez. Quizás su gamberrismo cinéfilo le puede, quizás llevar al espectador por una montaña rusa emocional sea más goloso para él que defender coherentemente sus ideas. Pero sí parece coherente en su baile, dentro y fuera del film, en su carácter provocador o en su actitud con respecto al cine.

Otra de las virtudes de Sitges es que da una de cal y otra de arena: véase lo insufrible de Under the Silver Lake, lo sólido de Galveston o la ambigua polémica actual en torno a Bocadillo y Wismichu. Véase también lo entrañable de un pueblo con rincones tan preciosos sitiado por frikis (servidor incluido) y lo ridícula que es a veces su pretensión de glamour. Aún así, sigue habiendo muchísimos motivos para ir, sigue manteniendo el pulso, sigue sabiendo cómo adueñarse del espacio y del público. El año que viene más, seguro.

 

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Doctorando de Filosofía, Licenciado en Psicología e Historia y Ciencias de la Música. Trabajando en investigación política y científica sobre drogas. Docente y tallerista de Filosofía y Cine.