‘Parásitos’ y lo que ya sabemos

Ana Laura Lissardy Por Ana Laura Lissardy
6 Min lectura
La gran ganadora de los Oscars 2020 dispara preguntas y a la vez genera su propia fórmula

Hay en Parásitos dos fuerzas que nos sacuden, dos fuerzas sencillas y cotidianas. Y ese es su gran logro.

La primera es que, en el largometraje, el sentido lo completa el espectador y son nuestras respuestas al planteo final de la película —y no el final en sí mismo— las que nos hacen pensar: ¿por qué esas respuestas? ¿Qué es lo que sabemos que nos hace responder así? ¿Qué hacemos ante ese saber?

Es ese saber que estaba ahí y que Bong Joon Ho hace emerger y nos lo planta delante para que no podamos escapar, el que hace que la película nos quede dando vueltas por el cuerpo al día siguiente y al otro y al otro, como un parásito que se nos mete adentro y ya no podemos exterminar. Porque, de hacerlo, nos convertiríamos nosotros mismos en parásitos. Pensando en Wagner en Arte y Revolución: «A través del poeta lo inconsciente en el producto popular alcanza la conciencia, y él es el que comunica al pueblo esta conciencia. Así, pues, el poeta no puede crear, solo el pueblo».

Ese es probablemente el mayor hallazgo de la película: plantear la historia de un modo en el que lo que sabe el espectador es protagonista, y es eso lo que genera alarma o denuncia: lo que ya sabemos. Es lo que nos pone incómodos: nosotros mismos.

No es el Joker, que lo logra a través del facilismo de la transgresión violenta, del sacudón garantizado. Es algo mucho más sutil y simple, y es justo eso lo que nos invade y lo que hace de esta película merecedora de aplausos.

La segunda fuerza del largometraje está relacionada con la primera: la experimentación en la forma (¿o tendríamos que hablar a esta altura de «fórmula»?). Vivimos en una época en la que todo es reiteración de fórmulas que funcionan. ¿Funciona una historia? Hacemos la saga. ¿Funciona un tema? Lo explotamos hasta el hartazgo. ¿Funciona un género? Destinemos todos los recursos a producir más y más de solo eso.

 

Bong Joon Ho, Parásitos, 2019

 

La literatura —la que se ve en escaparates— cada vez experimenta menos. La música lo mismo. El cine lo mismo. Todo es puro ostinato. Ya no hay sorpresas. Ya no hay variaciones inesperadas, formas nunca vistas. Ya no hay La Muerte de Amor de Isolda. Todo son compases y ritmos que se repiten y repiten, y que anticipamos desde la primera nota. Si hoy Wagner viviera quizás ya ni intentaría construir su utopía, su teatro de Bayreuth, pensado especialmente para revolucionar una ópera que cada vez giraba sobre sí misma: «la verdadera esencia del arte moderno —escribió en Arte y Revolución— es una pura industria, su objetivo moral los beneficios económicos, sus postulados estéticos, entretener al ocioso». Eso quiso cambiar y quién sabe si hoy siquiera lo intentaría.

Porque en este 2020 galáctico es tanta la información que nos llega que nos satura y buscamos cada vez más refugiarnos en lo cálido y mullido de lo conocido. A su vez, el mercado lo sabe y abusa de esto (¿o lo genera?) y repite la fórmula de lo que tiene la certeza que funcionó para no correr riesgos.

Cada vez hay menos experimentación. Ya no hay surrealistas u oulipianos. Y, si los hay, no son los que nos llegan a nosotros, el «gran público» (gran por cantidad, porque por el resto somos cada vez más tratados como «el chiquillo público»).

Entonces, en medio de todo eso, aparece Parásitos y Bong Joon Ho insiste en cada conferencia o discurso de agradecimiento en que no vean ni lean nada de la película antes de ir a la sala. Busca que no se pierda la sorpresa porque su fórmula es la sorpresa, lo inesperado. Y sabe que es esa su fortaleza, su hallazgo en la época en la que vivimos. En un tiempo en el que la ostinata reiteración es la fórmula, se premió por una vez lo inesperado. La sorpresa de lo que teníamos al lado.

La discusión sobre qué es literatura o qué es arte y qué no viene de muy lejos y hay casi tantas respuestas como lectores o espectadores. Pero si pensamos en Parásitos, quizás es arte lo que crea su propia fórmula. Y genera entonces experimentación formal, sorpresa estilística, sacudón. No desde el intelectualismo o esnobismo, sino desde la sencillez de pintar fuera del contorno.

Desde la sencillez de sorprendernos con lo que ya estaba ahí, con lo que ya está ahí. Y con eso se revoluciona el cine y se gana un premio que nunca ganó una película extranjera y se cambia la denominación de una categoría de los Oscar y etc. Sorprendiéndonos con lo que ya está pero dejamos de ver. Simplemente, llamándonos al hombro con el dedo. Y eso, más que todo, nos dice mucho del mundo que habitamos.

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Escritora, editora y periodista. Autora de 'Vamos que vamos' (Aguilar), 'Contra viento y marea. Historias de conquistas imposibles' (Aguilar), 'Ser Luis' (Santillana), 'Amarillo' (Cenzontle), y coautora de libros de crónicas como 'Hacer la América. Historias de un continente en construcción' (Tusquets), entre otros.