La sombra del mar: lo que tiene el mar para decirnos del coronavirus

Ana Laura Lissardy Por Ana Laura Lissardy
8 Min lectura
El virus despertó nuestro miedo a ser finitos, nuestra ansiedad y neurosis ante lo que no podemos controlar

Me levanto todavía dormida, aún ajena a este mundo caótico. Me preparo un mate y abro el ordenador. Leo un mail de mi amiga Cecilia y un artículo de Vargas Llosa en El País sobre el coronavirus. Lo vuelvo a cerrar. Salgo al balcón y me siento, en esta punta más sur del Uruguay, justo donde termina el Río de la Plata y empieza el Atlántico.

El mar está oceánico hoy, verde, imprevisible, sincero. Ayer fue río. Pero hoy es océano. Veo el blanco trepar vertical hasta coronar las olas, y bajar, dejándose deslizar por la ladera líquida. El olor a sal llega hasta donde estoy. Pero es un olor diluido, aguachento. Busco salitre que se haya pegado en los vidrios en la noche pero no, no tengo nada de este mar para tocar.

Me quedó dando vueltas en la cabeza una frase del correo de Cecilia: «Nos acostumbramos a movernos y a llevar y traer, y acá estamos, llevando y trayendo hasta lo que no queremos».

Sí, parece como si hasta ahora hubiéramos disfrutado de lo positivo de la globalización y de pronto viviéramos la otra cara. Nos hicimos portadores del mundo entero, disfrutamos de los beneficios de viajar a lugares recónditos, de hacer una excursión turística a Dharavi o de aprender a andar en piragua en el Amazonas, pero no nos hicimos cargo de los trenes «de la muerte» en Bombay o del comercio de animales salvajes en Wuhan. Eso nos era ajeno. Pero ahora nos llega, la resaca de la globalización, lo que no quisimos mirar y que también portamos.

 

¿Y si esta pandemia nos está obligando a girar sobre nuestros talones y mirar la sombra, ahí en el suelo, completa, deforme y nuestra?

 

Me acuerdo de los arquetipos de Jung, de la «máscara» o «persona», que es lo que mostramos a los demás –y a nosotros mismos– de nosotros; de la «sombra», que es lo que no queremos mostrarnos ni a nosotros de nosotros. Me cebo un mate y me digo que capaz que este virus vino para mostrarnos nuestra sombra. El Mr. Hyde del Dr. Jekyll. Nuestro miedo a la muerte, como dice Vargas Llosa, pero también nuestra irascibilidad, desesperación, nuestro mercado de Wuhan (sí, nuestro), y todos los rincones que tememos mirar.

Me pregunto si no habremos alimentado por demasiado tiempo el arquetipo de la máscara haciéndolo crecer hasta el paroxismo de una foto perfecta de la felicidad en Instagram. Y, al hacerlo, si no habremos hecho crecer la sombra más y más. Porque la teoría dice que cuanto más grande es la máscara, más sombra proyecta sobre el piso, a nuestras espaldas.

¿Y si esta pandemia nos está obligando a girar sobre nuestros talones y mirar la sombra, ahí en el suelo, completa, deforme y nuestra? Después de todo, este virus despertó, de la narcolepsia de lo estético, nuestro miedo a ser finitos, a que todo se acabe; nuestra ansiedad y neurosis ante lo que no podemos controlar; nuestro más básico y rastrero instinto de supervivencia; nuestra predisposición hasta biológica a estar al acecho, a desconfiar, a prejuiciar; y a todo lo que se deriva de lo anterior. Quitó el filtro de imagen sobre el mundo global y nos hizo ver la foto tal como es. Y ahora, ¿qué hacemos con lo que vemos?

Jung aconsejaba integrar la sombra, eso que no queremos ver de nosotros mismos, lo que consideramos terrible y nos avergüenza, para que luego dependa de nosotros si ponemos en práctica lo terrible o no. Para que lo manejemos, en cierto modo. De lo contrario, decía, uno se vuelve peligroso para el resto, porque, cuando nos negamos a verlo, eso terrible aparece en el momento menos esperado y toma las riendas.

En este punto, justo mientras me cebo otro mate, me viene a la cabeza Vargas Llosa con una parte del artículo que leí hace solo minutos. Decía que en la Edad Media la peste no era considerada humana, sino obra del diablo, «de los demonios, un castigo de Dios que caía sobre la masa ciudadana».

Me acuerdo también de Campbell, el mayor mitologista que conozco, una frase que tengo guardada en mi archivo de frases y que voy a buscar: «Mi definición de un diablo es un dios que no ha sido reconocido. Esto es, un poder en ti mismo que no has logrado expresar y que has retraído. Y entonces, como toda energía reprimida, se va apilando y se convierte en completamente peligrosa para la posición que quieres mantener».

Parece que solo hay dos opciones con la sombra: negarla o integrarla (porque todo intento que no sea de integración es, en el fondo, de negación). ¿Qué haremos con la nuestra?

Y, como si fuera una respuesta, veo en la pantalla, debajo de esa frase, otra más de Campbell que no necesito terminar de leer porque sé de memoria: «Donde tropiezas, ahí yace tu tesoro. La misma caverna a la que temes entrar resulta ser la fuente de lo que estás buscando». Quizás, me digo, sea hora de dejar entrar a Mr. Hyde. De ofrecerle un café y escuchar lo que tiene para decir…

Miro el mar. Ayer, desde aquí mismo, lo vi río. Pero hoy no. Hoy es océano. Océano de pesca y de tormentas; de surf y de naufragios. Lo integra todo en su música y en su olor. No esconde sus tempestades, incluso las que convierten a los hombres en náufragos. Nos guste o no, él es eso: máscara y sombra.

De esa suma nace una ola, decidida e indiferente, que choca contra las rocas para salpicar entera a una pareja de la mano, hacerla dar un salto y después reír. Choca para eso, pero no hay nadie en la calle que pueda salpicar. Ninguna pareja va de la mano. Nadie ríe. Así que el agua cae con fuerza y se estrella contra el pavimento vacío.

 

Libros sobre la sombra, la máscara, los diablos y los dioses:

CAMPBELL, J. (1992): El héroe de las mil caras, Fondo de Cultura Económica.

JUNG, C. G. (2009): Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós.

JUNG, C. G., CAMPBELL, J., et al. (1993): Encuentro con la sombra, Kairós.

TOMS, M. (1990): An open Life: Joseph Campbell in conversation with Michael Toms, HarperCollins.

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Escritora, editora y periodista. Autora de 'Vamos que vamos' (Aguilar), 'Contra viento y marea. Historias de conquistas imposibles' (Aguilar), 'Ser Luis' (Santillana), 'Amarillo' (Cenzontle), y coautora de libros de crónicas como 'Hacer la América. Historias de un continente en construcción' (Tusquets), entre otros.