‘Poeta chileno’ es la cuarta novela del escritor chileno Alejandro Zambra
Tener una meta, mirarla, enfocarla e ir. Enfocarla, ir y, de pronto, en medio del camino… Y, de pronto, en medio del camino o una vez que llegaste hasta ahí, mirar alrededor y darte cuenta de que no era ese el paisaje. No era el paisaje o no era eso tras lo que ibas.
La sensación de ese instante (descubrimiento, desconcierto, liberación…), si se la ha vivido, y si se ha vivido se la ha vivido, es la misma que se siente con Poeta chileno (Anagrama, 2020), del escritor chileno Alejandro Zambra. La misma exacta sensación de desportento, de desandar, de claridad.
Porque nada es afirmativo en esta novela, y ahí está su gran acierto, su afirmación. Nada se conjuga en indicativo y mucho menos en imperativo. Todo es condicional. La vida es condicional. En ese punto que confluyen novela y realidad. No a través del género, de la no-ficción, contando hechos reales, sino a través del estilo, de la búsqueda, saliéndose del indicativo de la mayor parte de la literatura y explorando otro lugar.
Sin que lo notes, te va metiendo en un universo. Sin forzarte al pacto usual entre autor y lector de «te voy a contar una historia y te la creés». Sino mostrándote realidad. Ficción que es realidad
Pero, así como es un acierto, es también su peligro. Porque esa falta de afirmatividad, de sentencia, de vector direccional, por momentos hace que te preguntes, ¿pero qué hizo Zambra? ¿No le sobran páginas a este libro? Sin embargo, sin que lo notes, te va metiendo en un universo. Sin forzarte al pacto usual entre autor y lector de «te voy a contar una historia y te la creés». Sino mostrándote realidad. Ficción que es realidad. Ficción que es más realidad todavía que la realidad.
En Poeta chileno se siente perfeccionado un estilo narrativo que se sentía ya en La vida privada de los árboles y en Formas de volver a casa, dos de sus novelas anteriores. Un estilo límpido y tan despojado que no llega a afirmar nada y, al no hacerlo, nos desarma, en todo sentido.
En entrevista, Zambra me dice que no le gusta ni le interesa la literatura afirmativa aunque esté de acuerdo con lo que afirma. Lo más difícil en la escritura es plantarse ahí, en el lugar justo antes de que comience la afirmación, y no avanzar. Pararse en el conflicto dramático, en el cruce de caminos, en la duda. Donde están sea una cosa que la otra, un sentido que el otro. Y, al estar todos, no está ninguno (suena familiar, ¿no?).
El de qué va es lo de menos. Una pareja, el hijo de ella, ¿es hijastro de él? Él, que escribe poesía y está metido en ese mundo de poetas. Entonces, sobre todo, hay poetas vagabundeando por las calles y perros callejeros sin rumbo. Poetas encumbrados y poetas desconocidos. Y una historia de amor que tampoco se sabe si es de amor. Relaciones materno y paterno filiales, y amigos, y egos, y escritura. Hay narrativa, hay poesía, hay ensayo, hay debate, hay distintas miradas sobre la creación. Todo eso hay. Y todo, todo eso, es incluso menor frente a lo otro, frente a ese plantarnos en el sembradío de la duda y dejarnos ahí.
No quiero entrar en detalles de la trama ni espoilear, aunque es una novela a la que no le importaría el espóiler (a ella no, pero quizás al lector sí). Pero puedo decir vagamente que en la primera, segunda y parte de la tercera parte, hay vectores de direccionamiento de la trama, y en la tercera y cuarta los vectores se confunden, se juntan, se mezclan, y nace la no afirmación, la no dirección, el retrato del vivir.
Quizás es por eso que en la cuarta y última parte Zambra le agrega elementos gráficos de verosimilitud como fotografías reales de lo que se narra (un gato, tapas de libros, cosas así). Quizás para subrayar ese real que surge de la falta de afirmación.
Pero no solo pasa esto con la trama. Con los personajes y los temas sucede lo mismo. Desde el título en adelante una cree que está leyendo una novela en la que lo central son los poetas chilenos. Un mundo que, dicho sea de paso, el lector va descubriendo sin tener idea de mucho de lo que ahí se narra. Una cree que es ese el tema y de pronto se encuentra emocionada, conmocionada incluso, frente a situaciones de los personajes, sin saber cómo llegó hasta ahí.
¿Pero yo no estaba leyendo una novela sobre el mundo de la poesía en Chile? ¿Yo no me dejé transportar hasta acá por una trama de egos, construcciones y destrucciones de estos poetas? ¿No hasta ahora en el mundo auténtico e imprudente de ellos? ¿Cómo llegué hasta acá? ¿Cómo estoy llorando por personajes que hasta hace dos páginas sentía solo como vehículos para contar otra cosa? ¿Cómo llegué a emocionarme así con estos personajes que me resultaban secundarios frente a esa gran protagonista, la poesía? ¿Qué pasó?
Zambra renuncia a ser Dios. Y cuando se escribe es mucha la tentación de jugar ese juego con los propios personajes, dirigirlos, comandarlos, llevarlos
No es fácil lograr eso. No caer en la tentación de dejarse llevar por la dirección de una trama o de un personaje, de querer jugar a ser Dios. Zambra renuncia a ser Dios. Y cuando se escribe es mucha la tentación de jugar ese juego con los propios personajes, dirigirlos, comandarlos, llevarlos. No es que deja que los personajes manden y vayan para donde quieran ir, como tantos y tantos escritores confiesan que les pasa, porque eso también es ser Dios; eso también nace de adentro del autor, del inconsciente, pongámosle. Zambra renuncia incluso a eso, a que él o su inconsciente tomen las riendas y tracen un rumbo. Renuncia por la verosimilitud y por convertir a la historia en vida. Tanto es así que parece que son los personajes los que lo escriben a él escribiéndolos.
Temas, personajes, tramas. Nada es afirmativo. Es como ensancharse, como mirar a los costados. Esta novela es mirar a los costados. Y descubrir que había más. Que pensamos toda la vida que nuestro tema era la pintura, la carpintería, la escritura, la filosofía, la construcción y de pronto descubrimos que era el vivir. Eso pasa al leer esta novela (perdón por la constante comparación con la vida, pero este libro no puede dejar de dialogar con ella).
Escribo esto mientras tengo de fondo una sierra que veo de perfil en el horizonte. Es una línea diagonal que sube, interrumpida por algún segmento vertical coronado por un círculo verde oscuro. Dos, tres… Tres segmentos. Un dibujo que es casi un boceto. Un dibujo despojado, pueril, minimalista. Una lee Poeta chileno y se da cuenta de que, en comparación, eso es en general lo que logran buena parte de las novelas que leemos, ese dibujo. Y nos gusta el dibujo. Nos encanta el perfil de la montaña y podríamos mirarlo horas y horas.
Pero de pronto Zambra lo que hace es acercarse. Y, aunque no pueda acercarse a la sierra toda, se acerca a partes de ella. Entonces vemos la roca enmohecida, un tronco con heridas o un ejército de pulgones invadiendo un árbol, incluso buitres o gavilanes que vuelan alrededor. Después se va y nos deja ahí, con esos recortes de carne del collage.
Es difícil que, tomada la distancia otra vez y viendo la línea diagonal limpia en el horizonte, uno pueda volver a ver la línea diagonal. Ahora ve la roca, el tronco herido, el buitre. Quizás incluso hasta una tapera abandonada escondida en un rincón.
Pero además, lograr ese recorte de carne con sencillez, es todavía más difícil. Porque el lenguaje es llano, transparente, y tal vez sea el único modo de lograr todo lo anterior. Así, nada se interpone entre las historias o los personajes, y el lector. Coloca al lector frente a la cosa. No se la cuenta, lo coloca en frente. Es simple, sencillo. Pero no es un sencillo casual de la escritura de un mail a un amigo, sino uno buscado, logrado, de alguien que maneja el lenguaje como los buenos poetas logran hacerlo. No es casual que Zambra empezó escribiendo poesía y solo publicó eso por varios años. Llegar de la poesía a esta sencillez es como pedirle a Seurat o Van Gogh que dibuje la línea del horizonte; una labor tan difícil como certera, justa, conmovedora.
Zambra llega a la sencillez desde la poesía. Entonces del otro lado del lenguaje queda la historia intocada, intraducida, imperturbada. Es un estilo que trasluce como los vidrios polarizados ayudan a ver mejor, sin el reflejo del sol
Zambra llega a la sencillez desde la poesía. Entonces del otro lado del lenguaje queda la historia intocada, intraducida, imperturbada. Es un estilo que trasluce como los vidrios polarizados ayudan a ver mejor, sin el reflejo del sol.
Y, otra vez, corre el riesgo incluso del aburrimiento, por esa aparente sencillez de forma y contenido. Por ese llevarnos por un mundo de poetas y de pronto descubrir que no era eso. O llevarnos por un personaje y descubrir que no, que tampoco eso era. Todo el tiempo estamos poniendo en duda lo que creemos, modificándolo (eso también nos remite a la vida).
Tiene algo Zambra de descubrirnos emociones. De nombrar algo indefinido que sentimos alguna vez y que, al leerlo, decimos «sí, es justo así». Por ejemplo, leer: «esos encuentros siempre son incómodos y tristes». Incómodos y tristes. Encontrarse por casualidad por la calle con alguien que fue muy cercano y ya no lo es. Sí, es incómodo y triste. Eso exacto es lo que sentimos al encontrar a la persona, pero lo descubrimos al leerlo. Zambra descubre emociones.
Releí el final, las últimas dos páginas, varias veces. No porque hubiera que asimilar algo o por la belleza del estilo, sino porque no quería llegar al punto de cerrar la contratapa del libro y dejarlo reposando en la mesa. Y eso nunca pensé que me pasaría durante buena parte de la novela, cuando sentía que le sobraban páginas (menos mal que insistí). Pero me pasó y acá estoy, volviendo a releer y a releer el final para que no termine, para que esos personajes sigan siendo parte de mi vida cotidiana, de prepararme y tomar el café, de almorzar con ellos, de acostarme en pijama y leerlos. No quiero que se vayan de acá, de este espacio que, sin darme cuenta, se volvió de ellos también.
Quizás no quería que se fueran porque es tan vida este libro que es más vida que la vida que estamos llevando. Que la vida que estamos llevando en este hoy plástico, estilizado, manipulado. En este hoy dirigido, viviseccionado, en el que vivimos. Quizás por eso no quería que se fueran. Porque es como pedir, como suplicar: «dejame este pedacito, este recortecito de vida real».
Alejandro Zambra, Poeta chileno, Anagrama, 2020. 424 páginas. 20,90 €