Alejandra Pizarnik: cincuenta años sin la «poeta maldita»

Begoña R. Orbezua Por Begoña R. Orbezua
12 Min lectura
La Biblioteca Nacional de Buenos Aires dedica a Alejandra Pizarnik la muestra ‘Entre la imagen y la palabra’ que podrá verse del 22 de septiembre a abril de 2023

La «poeta maldita» nos dejó una de las mejores producciones literarias de su siglo. El legado de Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 1936 – Buenos Aires, 1972) es indispensable para asomarnos al ambiente cultural de la época.

Una obra genial, compuesta por siete poemarios, un diario de casi mil páginas, relatos cortos, una obra teatral, una novela breve y su correspondencia.

 

 

 

Alejandra Pizarnilk
Alejandra Pizarnik fotografada en Buenos Aires, 1967. Wikimedia Commons

 

 

 

Los inicios

 

Flora Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936. Sus padres, Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker, eran inmigrantes ucraniano-judíos que cambiaron su apellido original cuando llegaron a Argentina.

Llegaron a América huyendo de la Segunda Guerra Mundial y corrieron mejor suerte que sus familiares en Europa. Sus parientes fueron perseguidos en Rivne, Ucrania, y murieron en el Holocausto. La relación de la escritora con su familia, sus padres y hermana, nunca fue fácil y fue una fuente de conflictos personales.

Las constantes comparaciones con su hermana mayor la hieren profundamente. Myriam, su hermana, respondía a lo que la madre esperaba de una buena hija, bonita y educada.

Por el contrario, Alejandra encarnaba a la hija diferente, la rara, la rebelde. Las crisis asmáticas y la tartamudez la acompañan y minan su autoestima desde muy temprana edad.

Desde la infancia, Pizarnik se siente desarraigada tanto dentro del hogar, por no ser la hija ideal, como fuera, por su condición de extranjera. Una adolescente es inestable y caótica, con problemas con su cuerpo. Se obsesiona con el peso y empieza una peligrosa relación con los fármacos.

Al mismo tiempo, se aferra a la literatura. Devora a Proust, Joyce, Artaud, Rimbaud, Baudelaire, Rilke y a los surrealistas. Descubre su gran pasión, el deseo de ser escritora. Comienza un camino que no abandonará ya nunca.

 

 

 

 

Alejandra Pizarnik. Wikimedia Commons

 

 

 

El surrealismo y el psicoanálisis

 

La joven Alejandra es un alma inquieta. Se matricula en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y en la Escuela de Periodismo, pero la aventura universitaria dura poco. Tiene claro que su futuro está en la escritura, por lo que pronto abandona la universidad.

No es una época fácil tampoco, pero al mismo tiempo es una etapa llena de descubrimientos. Por un lado, se adentra en el mundo de los surrealistas, de manera que su poesía siempre estará íntimamente ligada a este movimiento.

No obstante, no podemos hablar de una Pizarnik puramente surrealista. El deseo de conquista de lo real era común, pero la poeta se negaba a trabajar estrictamente como dictaba el movimiento.

Por otro lado, descubre el psicoanálisis que le permite gestionar su inestabilidad emocional, le da herramientas para sobreponerse a la ansiedad y seguir escribiendo.

El psicoanálisis resulta fundamental en su obra. La ayuda a sobrevivir y le abre las puertas al inconsciente, lo que expande su universo creativo.

Su voz poética crece, profundiza en lo onírico y surge ya el gran tema de su poesía. Aquello que la ha torturado desde la infancia: la identidad.

Esto se refleja en la nostalgia por la infancia perdida, el sentirse rara, extranjera, la muerte y la relación entre la vida y la poesía. Todo se puede encontrar desde su primer libro, La última inocencia, publicado en 1956.

 

«Partir/deshacerse de las miradas/piedras opresoras/que duermen en la garganta»

 

 

Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik. Wikimedia Commons

 

 

 

París y Cortázar

 

A los 24 años, Pizarnik se traslada a París. Corre el año 1960 y la ciudad de la luz se presenta como su refugio literario y emocional.

Estudia Literatura Francesa e Historia de la Religión en la Sorbona y nacen las grandes amistades que la acompañarán siempre: Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Dos años después, Paz escribiría para la argentina el prólogo de Árbol de Diana (1962).

Durante el tiempo que vive en Francia, cuatro años, su actividad literaria es imparable. Probablemente se trata de la época más feliz y plena en la vida de Alejandra Pizarnik.

Trabaja en la revista Cuadernos y en varias editoriales. Publica poemas y críticas en distintos periódicos. Destaca como traductora de la gran Marguerite Duras, Antonin Artaud y otros autores franceses.

Todo es alimento con el que nutre su propia poesía. De hecho, tras la etapa parisina, Pizarnik publicará tres de sus más destacados poemarios: Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971).

Sobre todo, es su relación con Julio Cortázar lo que alimenta su alma y su intelecto. Su relación es especial a ojos de todos, son cómplices, se comprenden, así lo atestiguan los poemas y cartas que ambos se dedicaron.

Su amor por lo subversivo les une. La conexión entre ambos marca un hito en la literatura argentina. A Alejandra le gusta decir que ella es la Maga de Rayuela. Algo que sabemos falso, puesto que Cortázar había escrito la novela antes de conocerla.

Fue el argentino quien la introdujo en los círculos intelectuales de París y en su propia casa. Cortázar y su pareja, Aurora, siempre amaron y se preocuparon de la poeta, sin poder evitar su triste final.

 

 

 

Alejandra Pizarnik

 

 

 

Alejandra y Silvina

 

Si bien la relación con Cortázar es intensa a nivel artístico y sentimental, no lo será menos la relación que mantiene con Silvina Ocampo.

Nunca sabremos si las escritoras fueron amantes, pero nos dejaron su correspondencia, sobre todo sus últimas cartas, para dar rienda suelta a la imaginación. Tan diferentes ellas, la una pobre, la otra aristócrata, y, sin embargo, tan cercanas. «Yo adoro tu cara. Y tus piernas y tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero».

Silvina Ocampo pertenecía a una de las familias más ricas de la aristocracia argentina. Era la hermana menor de seis y su hermana mayor era la conocidísima Victoria Ocampo.

Victoria fue la fundadora de la famosa revista Sur, mecenas y amiga de Rabindranath Tagore y Federico García Lorca.

Silvina estaba casada con el escritor Adolfo Bioy Casares y fue amiga íntima de Jorge Luis Borges. A pesar de ser una de las escritoras más admiradas de la literatura argentina, es muy poco lo que se sabe sobre Silvina Ocampo, el hermetismo que rodea su figura es inmenso.

 

 

Al final de la vida de Alejandra, ella necesitaba ayuda para luchar contra la inseguridad que devoraba su autoestima.

 

 

Mucho se ha especulado sobre la relación entre ambas, entre el propio matrimonio, entre Silvina y su suegra… Pero ahí están las cartas y los diarios, y por ellos sabemos que la clase social despuntaba como algo inalcanzable.

A Pizarnik le deslumbró la persona de Silvina y su mundo aristocrático de belleza e irrealidad. Al final de la vida de Alejandra, ella necesita ayuda para luchar contra la inseguridad que devora su autoestima.

No la va a encontrar en Silvina. Pizarnik telefonea a Ocampo a su casa y ella no le atiende. Está ocupada preparando un viaje a Europa. Ella sabe que Ocampo está en casa. Se quejó amargamente a la empleada que recogió el mensaje. Alejandra Pizarnik se quitó la vida a los pocos días.

 

 

 

Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik

 

 

 

Muerte de Alejandra Pizarnik

 

La depresión y el suicidio de Alejandra han contribuido a forjar el mito de la poeta maldita. En la madrugada del 25 de septiembre de 1972, en el despacho de su casa en Buenos Aires, escribió en la pizarra las míticas palabras: «No quiero ir / nada más / que hasta el fondo». Después, ingirió cincuenta pastillas que, inevitablemente, le causaron la muerte. Tenía 36 años.

Los años anteriores habían sido complicados para ella. Su padre había fallecido de un infarto en 1967. A partir de ahí, la muerte se tornó su compañera, y aparece en sus poemas, en sus diarios y en sus cartas constantemente.

En 1968, se mudó con su pareja, la fotógrafa Marta Moia, pero no fue suficiente para aliviar su carga emocional. La depresión y la adicción a las pastillas no hicieron sino aumentar.

A finales de los sesenta e inicios de los setenta, recibió la beca Guggenheim y la beca Fulbright en reconocimiento a su obra. Tampoco fue suficiente, y en 1970 intentó suicidarse por vez primera. Después de ese primer intento de suicidio, Pizarnik ingresó en el hospital psiquiátrico de Buenos Aires.

De sobra es conocida la anécdota de la última carta que Julio Cortázar escribe a su amiga. En ella le dice las ya famosa palabras:

 

«No te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza —y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte».

 

Hay quien apunta a que el suicidio de la escritora fue accidental. Que en realidad no pretendía matarse. Nunca lo sabremos.
Sea como fuere, hace ahora cincuenta años que el mundo dijo adiós a la gran Alejandra Pizarnik. Quien nunca pudo sanar la herida de la infancia, pero nos legó su bellísima obra literaria.

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Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Deusto y licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. Es profesora de Literatura, dinamiza clubes de lectura y talleres de escritura.